A las mujeres del siglo xxi nos criaron para demostrar que podíamos salir allí afuera y parear el tablero. Nos dijeron que debíamos estudiar y ser exitosas, hasta alcanzar la independencia. Nada más vanagloriado que la independencia femenina, no tener que depender de un hombre para tomar decisiones, para elegir, comprar, saltar, organizar. No obstante la sociedad no cambió al mismo paso que nosotras y aún cultivando la independencia nos encontramos formando lazos familiares que nos obligan a romper la norma y a retornar a lo viejo y conocido. La paga es desigual, las responsabilidades también y la crianza de los hijos en la mayor parte de los hogares de argentina sigue recayendo en las mujeres. Mil veces dije que como femmes no podemos negar que biológicamente tenemos un vínculo distinto que nos obliga a ceder ciertos espacios que terminan chocando con la visión feminista del éxito moderno y nos rompe la cabeza. Bueno, hasta ahora yo había manejado bien la situación, o eso pensaba. Trabajaba como docente y en casa como periodista y escritora freelance y estaba casi todo el día pendiente de mi hija. Llego la pandemia y quede en modo virtual completo, con mi hija las 24 horas. No salí más a trabajar y tuve que trabajar el cuádruple para sustentar el déficit tanto dentro del hogar como para con mis alumnos. Pero paso algo hermoso, me di cuenta de que lo más importante de mi día era estar ahí cuando mi pequeña despertaba, hacerle panqueques en el desayuno y jugar hasta la hora de dar clase, aprendimos juntas a quedarnos en casa y la vida doméstica, aunque ardua, se hizo más suave conmigo más horas dentro de casa. Conseguimos hitos enormes, dejó la teta, duerme en su cama, hace deporte, habla como un loro, reconoce y escribe letras y es feliz. Y un día llego la vuelta a clases, solo que no es una vuelta real a la normalidad. Me pidieron volver al aula y dejar a mi hijita sola. Aclaró, mi niña pasa a sala de 4 que es obligatoria en mi país. A mi como docente de secundario se me exige la presencialidad completa y mi hija solo podría ir a la escuela en semanas alternadas, una si, una no. Y yo mire para atrás y dije , que hago? Tuve que renunciar. Cerré los ojos y cometí suicidio profesional. Todo lo que había conseguido se fue al tacho en un segundo. Y lo peor del caso es que estoy extremadamente triste. No solo por haber tenido que ceder mi empleo, sino porque la sociedad no entienda que no quiero relegar la crianza de mi hija, menos que menos en tiempos de distanciamiento social y políticas arbitrarias. Estoy triste porque el sistema no me dio opción. Nos hacemos los progresistas, los pro abortion, pro tantas cosas verdes, pro feminismo y no pensamos en la sagrada maternidad como un vínculo eterno, real, presencial y necesario. Si, debo reconocer que extrañare mi empleo, el aula, su magia, mis alumnos y la construcción del saber. Pero no estoy dispuesta ni en un millón de años a que otro lleve a mi hija a la escuela, a tener que contratar cada quince días a alguien para que la cuide en la semana que no le toca presencial, a volverme loca con obligaciones y no poder darle la contención que aún necesita. Es chiquita, nunca fue a la escuela, la privaron de sociabilidad, de ver a sus abuelos, de ser niña y ahora no la van a privar de su mamá, suficiente con su papá médico. Ojalá alguien me entienda y me aporte miradas distintas. Hoy comparto mi realidad por si también es la tuya, porque la maternidad te obliga a ceder aunque las publicidades vendan cuentos de hadas sobre la independencia femenina, porque estamos muy lejos de ese mundo para el que fuimos criadas y debemos elegir cómo cambiarlo. Yo hoy, con todo mi pesar, elijo vivir y cuidar a mi hija, y eso no me avergüenza en nada.

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